Cuentos chinos de Otxar
El trío de la bencina
Esto es un no parar. Son las siete de la mañana y ya está la pileta llena de cacharros. Es que cuando llega el hombre se descontrola todo. Yo le digo “el hombre” a esa insigne figura monolítica al que otras mujeres llaman “mi marido”. El mío es taxista de noche. Curiosa profesión, desde luego. A saber qué hace por ahí desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Por si acaso, yo no se lo pregunto, me basta con que traiga dinero a casa. Y la verdad es que trae bastante. Pero lo necesitamos, porque a ver si no con qué pagamos las variadas venadas que se le van ocurriendo: una tele que no cabe en la salita, una nevera que no deja abrir la puerta de la cocina, un coche que ocupa plaza de garaje y media, un piano electrónico para la niña del tamaño de un armario… en fin, que mi vida está rodeada de objetos inútiles. Empezando por el hombre en sí… Pero esa es otra historia.
Se pega el hombre unos desayunos que da gloria verlo. Más que gloria, asco, porque a mí a esas horas sólo me entra café sorbido. Y le tengo que freír huevos, salchichas, beicon, plátano… Más el zumo, la leche (él no toma café), las tostadas con miel… Y, últimamente, las alubias, porque acaba de descubrir, no sé dónde, unas latas de alubias dulces que le vuelven loco. Pues nada, yo le abro la lata, al cazo, al plato, y a la garganta sin fondo. Disfruta como un animal. Lo digo por lo mucho que gruñe mientras come. Cuando acaba de gruñir me propone hacer cositas. Todos los días igual. Pero sin mucha convicción. O sea que con un besito y algún magreo rápido se conforma. A la de cinco minutos ya está roncando. Es prodigiosa la capacidad que tiene de pasar de un ruido a otro: gruñir, roncar, otra vez gruñir (cuando le despierta la niña al volver de la ikastola, hacia la una), otra vez roncar… Es una joya. Yo no me quejo.
Hasta que se levante la niña tengo un ratito. Aprovecho para sacar la cabeza por el hueco de la cocina. Algunas personas, al hueco le llaman ventana, pero llamar ventana a esto no deja de ser una exageración. Suelo practicar algunos estiramientos previos para que me quepa algo más que la cabeza, y acomodarme un poquito a ver qué pasa. Y lo que pasa suele ser de lo más interesante. Por ejemplo las tres mujeres caminantas a quienes yo llamo el trío de la bencina. Míralas, por ahí vienen.
– Buenos días, vecina
– Buenos días
– ¿Qué, de miranda?
– Algo hay que hacer
– Vente a dar un paseíto, venga
– Ya me gustaría, pero… hay cosas que hacer
– Ay, esta juventud…
– Ya me dan envidia, ya
– Hala pues
– Hala
La conversación no se alarga mucho porque van como una moto. No paran, triqui traca, triqui traca. A alguna parece que se le vaya a desencajar la cadera. ¡Vaya garbos! Enseguida desaparecen calle abajo, con sus chandals y deportivos moteándose entre los arbolitos tiernos. Pasean durante una hora exacta. Lo sé porque a las ocho, cuando abren la panadería, las veo pasar a la misma velocidad de crucero veloz, rumbo a sus barrios altos. Deben vivir por Arbolantxa arriba.
– Hasta luego vecina
– Hasta luego. ¿Qué tal ha ido?
– Estupendo
– Me alegro
– ¿Comprando el pan?
– Sí
– Hala, adiós
– Hala
Las mujeres no nos jubilamos nunca. El hombre, cuando nos casamos, me obligó a dejar el trabajo. Yo trabajaba en un centro de investigación y desarrollo, calculando la resistencia de ciertas piezas de motores de aviones. Estudié Física electrónica, y era bastante buena, tanto como estudiante como durante mi corta vida profesional. No sé por qué le hice caso al hombre, ni siquiera sé por qué me casé, pero hay tantas cosas que no sé… Por lo menos le hice prometerme que dispondría siempre en casa de un lugar para estudiar. Ahora tengo un cuartito para mí sola. Él ya tiene su taxi. Mi cuartito está lleno de aparatos supercaros, que para eso gana dinero el hombre. Faltaría más.
– ¿Qué has dicho que te vas a comprar?
– Un inductor de acoplamiento digital
– ¿Y qué es eso?
– ¿Te lo explico?
– Bueno, da igual. ¿Y cuánto vale?
– Unos seis mil
– ¿Tú estás loca?
Pero siempre me da el dinero. Por la cuenta que le tiene. A lo que iba, acabo de diseñar un trasto fabuloso. Se trata de un vídeo transmisor camuflado en vilano. Los vilanos son esa especie de pelusillas blancas que flotan en primavera y que antes llamábamos abuelitos (según el diccionario se definen como apéndices de pelos plumosos de plantas compuestas que sirven para ser diseminados por el aire). Yo he conseguido manejar a distancia y por idéntico aire a un abuelito artificial (que me lo he hecho yo, vamos) de estos plumosos, conteniendo en su interior una cámara y un micrófono multidireccionales y de enorme calidad. Que me los he comprado en la misma página web que provee a la NASA. Vamos, que no es broma.
¿Y para qué quiero esto? ¿Y qué voy a hacer con tamaño invento? Pues seguir a las tres abuelitas, tres, en su paseo diario. No se me ocurre nada más interesante. Iré informando paulatinamente acerca de mis descubrimientos en este mismo lugar. Hasta la próxima, que se acaba de despertar la niña.
Alberto Arzua
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