Desde Otx con amor(24)
El viaje desde el aeropuerto hasta el hotel no es para ser contado, que es algo que siempre se dice cuando a continuación se pretende contar una historia tremebunda. Porque, en efecto, los aproximadamente ciento cincuenta kilómetros que separan Monastir de Túnez capital, se convirtieron en una pesadilla nocturna de cuatro horas largas.
Al salir del aeropuerto nos atendieron un par de salvajes locales, acompañándonos hasta el autobús y comprobando nuestros papelillos. Y lo de salvajes lo digo no por racismo (que yo de eso nada; de hecho los salvajes me atraen cantidad) sino por la brutal y descuidada manera en que trataron nuestras maletas y por los sonidos guturales que surgían de sus fauces. Al cabo de un tiempo me acostumbré. Era simplemente castellano pronunciado en raro, por no decir en bárbaro, que era como los romanos llamaban a todo aquél que no fuera romano.
– ¿Misteluuuzo?
– ¿Perdón?
– ¿ Misteluuzooo?, ¿Tunis misteluuzooo? ¿Tunis torinkluzooo?
– Perdón, nosotros somos de…
No te hacían ni puñetero. Cogían las maletas con una mano y las lanzaban al vacío mediante un ágil giro de muñeca. Fuertes sí que eran. En medio del vacío aparecía algo o alguien que las recogía. En algún caso, ni eso, caían al suelo. De todos modos hay que reconocer que acabaron todas en el maletero del autobús. Apochadas pero enteras.
Ya era de noche. Empezaba a tener un hambre canina. Habíamos salido de casa a las dos y media y ya eran casi las ocho. Hay que tener en cuenta, además, que yo soy de comer cantidades variables cada poco tiempo. Me gusta merendar, vamos. Pero parece ser que los viajes organizados no incluyen merienda.
Arrancamos. Conducción correcta. Paisaje oscuro. Hambre. Cansancio. Por fin habíamos logrado entender lo que decían los guías. Pretendían saber si formábamos parte del grupo “Túnez misterioso” o del otro grupo, “Túnez todo incluido”. Nosotros éramos del misterioooso (misteluuuuzo, que tiene más misterio) porque el hombre mío se quiso ahorrar unos eurillos. Bueno, no pasa nada, estamos en África y no es cuestión de quejarse. Hemos venido a disfrutar.
Mientras mis tripas interpretaban el raskayú, me dediqué a observar de reojillo a los compañeros de fatigas. No se veía mucho, por cierto, pero logré distinguir algunas familias con niños no muy pequeños, varias parejas de mediana edad y… poco más. Bueno, sí, la mujer de atrás, que me explicó con una sonrisa, que a mí me pareció falsa y displicente, cómo se bajaba el apoyabrazos. Parecía muy curtida en viajes misteriosos. A mí me cayó mal inmediatamente. Por cierto que ya adelanto que la fémina en cuestión (más bien una chica madurita) era majísima, lo que pasa es que cuando una está cansada y con hambre, pues todo le parece horrible. Me voy a tener que mirar lo del carácter.
– ¿Estás bien, monina?
– Cansada. ¿Cuánto falta para llegar?
– No lo sé, puede que unas dos horas
– ¿Tanto? Pregúntalo por favor
– ¿Tú crees?
– Sí, sí. Pregunta cuánto falta para llegar
Cuando una se pone tonta, se pone tonta. Parezco una niña dando la vara. El hombre, que está de un obsequioso delicioso, se dedicó a hablar con los compinches de viaje. Parecían muy expertos. Nos contaron que:
1. Primero íbamos a ir a Hammamet para dejar a cierta gente. No nos desviaríamos casi nada.
2. Después nos cambiarían de autobús y seguiríamos viaje hasta el hotel
3. El hotel no estaba en Túnez capital sino algo más lejos
4. En total tardaríamos algo más de tres horas
Casi me da un pampurrio, pero como al resto de la gente no parecía que fuera a darle nada, dejé el desmayo para otra ocasión, que nunca me ha gustado significarme. Cerré los ojos e intenté dormirme. Imposible: la excitación del viaje, la fatiga, África, el hambre… En cuanto me percaté de que estaba sufriendo horriblemente porque tenía hambre en África… ¡qué vergüenza! No sé si me entienden. ¡Yo, la superprivilegiada europea, estaba sufriendo en África porque tenía hambre! ¿Y qué será de esos tantos otros que se mueren de hambre… pero de verdad? Por favor, qué vergüenza. Cerré los ojos y continué sintiendo hambre, pero esta vez sin quejarme y de forma muy solidaria (no me pregunten cómo se hace).
Al cabo de infinitos momentos llegamos al tal Hamamet, que resultó ser un lugar lleno de hoteles para europeos. El autocar aparcó delante de uno cuyo tamaño parecía ser el de cinco hoteles normales. Nos hicieron ver, por señas y gruñidos que no reproduciré puesto que no los recuerdo muy bien, que teníamos que bajarnos los de “Misterioooooso”. Así lo hicimos. El resto se metió en el superhotel donde supongo que les darían de cenar. Eran casi las diez. Me dieron ganas de quedarme allí y cambiar lo “misteriooso” por lo “todo incluiiido” y un bocadillo, pero ni lo mencioné siquiera, que una tiene su dignidad.
A la decena de europeos agotados que quedábamos por allí nos vino a buscar, sin mucha tardanza, una especie de taxi furgonetilla conducida y dirigida por un enorme (en todos los sentidos) ejemplar de persona humana cuyo amedrentador y también enorme turbante no conseguía ocultar una no menos enorme sonrisa de satisfacción permanente. Este señor, tan enormemente simpático, nos hizo meter las maletas, una a una, por la ventanita trasera lateral derecha de su lindo vehículo. Nos hizo a todos mucha gracia. A él también. Todavía se estaba partiendo de la risa cuando arrancó dirección hacia donde sea, pero rápido, pronto, ya, por favor.
Resumiendo, que llegamos al hotel (otro edificio absurdamente grandísimo) hacia las doce de la noche. Vivos. El viaje, sin incidentes, excepto la conversación de una pareja de Vitoria con su hija adolescente, que resultó de lo más aburrida y repetitiva. Comentaban lo tontos que eran los novios de las amigas de la chica y lo majo que era Pedro. Bueno, vale para un ratito, pero fueron dos horas de Pedro por aquí y Pedro por allá. Espero que la chavala se haya dado cuenta a estas alturas de que su Pedro no es más que otro chisgarabís cualquiera.
Buf, me estoy poniendo desagradable. Seguro que es por la falta de glucosa. No importa, nos han asegurado que la costumbre de los hoteles, llegues a la hora que llegues, es dejarte un bufé frío, bien sea en el comedor, bien sea en la misma habitación.
En el comedor no había nada. El padre vitoriano nos aseguró que en la habitación seguro seguro que habrían dejado unas frutillas de bienvenida. ¿Frutillas? Yo pretendí protestar, pedir, reclamar, quemar Troya, pero todo el mundo andaba con un sueño de no te menees… y se fueron rapidito a la cama.
La habitación, enorme. De frutillas, nada. No me morí. Ni siquiera lloré. El estupor dominaba sobre cualquier otro tipo de sentimiento. Creo recordar que, en algún momento, con los ojos muy abiertos, me dormí.
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