REPORTAJE «EL CORREO» SOBRE LOS SIN TECHO
«Si no cambio de vida, voy a morir»
Antes me sentía bien porque bebía, dormía en la calle y no me preocupaba. Buscaba algo para comer, pedía y no necesitaba más. Pero cuando uno deja esa forma de vivir, por decirlo de alguna forma, los hombros están por debajo de la cabeza, ya no están por encima. Uno piensa y hace proyectos de futuro, ya no quiere la calle. El único recurso es dejarte ayudar». Manuel se apoyó en un trabajador social que se le acercó en la puerta de San Mamés, donde ha pasado muchas noches al raso, embutido en un saco de dormir, desde que llegó a Bilbao en 2007. Hace cuatro meses encontró plaza en el albergue invernal de Mazarredo, que acaba de cerrar sus puertas y por donde han pasado 294 personas.
Quienes tienen experiencia en los servicios sociales valoran «el sentido de la oportunidad». Por muchas veces que una persona sin hogar rechace el cobijo municipal, puede que un día diga que sí. «A cada uno le llega su momento y tenemos que estar disponibles, dando vueltas por la calle», explica Txema Duque, jefe de sección de Inclusión y Urgencias Sociales. «No es garantía de éxito, pero sí de un comienzo». El de Manuel, que está a punto de cumplir 50 años, era una cuestión de supervivencia. Padece hepatitis C y ha visto morir de cirrosis hepática a algunos «compañeros» de la calle. «Si no trato de cambiar de vida, yo también voy a morir, es evidente», dice. Durante quince años fue consumidor de «heroína, cocaína y pastillas». Empezó a los 26 en Sevilla, su ciudad natal. «Lo perdí todo». Ha pasado por varios centros de rehabilitación y una vez creyó que lo había conseguido. Estuvo seis años limpio, pero volvió a hundirse a raíz de una depresión.
Miedo en la calle
Deambulaba por el centro de Bilbao pidiendo limosna. «No he tenido problemas porque siempre he entendido que la gente no tiene obligación de darme nada. Con la cantidad de gente que hay por ahí buscándose la vida, es normal que estén un poco cansados», dice. Del albergue invernal tenía un mal recuerdo, porque el año pasado le robaron la cartera «con el DNI y nueve euros. Me fui enfadado y dije que no me hacía falta para nada, prefiero estar en la calle».
Pero este invierno ha sido distinto, y no sólo para él. 25 indigentes que eran reacios a los albergues han dormido en las literas de Mazarredo. En parte porque «pasan miedo en la calle» o sufren enfermedades crónicas que hacen más doloroso el frío, y en parte porque el servicio se ha acercado más a ellos. Antes de la apertura del centro, los educadores de calle hicieron un censo «exhaustivo» de las personas que duermen habitualmente en las calles de Bilbao, un centenar, y dejaron claro que las camas limpias y la calefacción eran para ellos.
A Pepe, jerezano de 63 años, no se le olvida el día en que «Ohiane se presentó a las siete de la mañana en Arangoiti y me dijo '¿qué haces aquí?». Desde entonces no ha faltado ni una noche en la cama número 34.
-¿Qué tal se duerme aquí?
-Estupendo, yo no tengo queja ninguna. Hay ronquidos, unos que hablan solos, otros que se molestan unos a otros. Luego está 'El Divino cielo', pero yo no me entero de nada. Duermo como un tronco.
Pepe dormía al lado de Manuel en San Mamés. En su historia no hay un tobogán de crisis personales, él cayó de golpe. Es oficial de segunda de albañilería y hace dos años su empresa «se pegó el piro y nos dejó tirados. Ni la última paga, ni nada». Vivía con lo justo, de alquiler, y pronto se vio en la calle. «Me falta un día de trabajo para cobrar los 420 euros. Estoy apuntado en Lanbide y he echado currículum para limpiacristales, para esto, para lo otro…». En su voz no hay tanta amargura como en otros testimonios de los usuarios del albergue, algunos sólo expresados con la mirada. Su enorme pasión por el fútbol le da vida.
Vivió su momento de gloria el pasado mes de septiembre, cuando jugó en Milán el Mundial de Personas sin Hogar y ganó tres premios: «al más veterano, al máximo goleador y al juego más limpio. Siempre he jugado al fútbol, hasta que tuve una lesión. La verdad, soy del Real Madrid», confiesa.
«No quiero tirar la toalla»
A Ioan, que es rumano que lleva diez años en España, lo que le gusta es pintar. Todos los días va a un taller de la asociación Lamiarte, que estos días expone en el centro cívico de Otxarkoaga.
Retrata el puente de La Salve y el arco rojo de Buren con un toque de fantasía, «como si fuera una persona, con los brazos abiertos. ¿Quién querría comprar un paisaje de Rumanía?», se pregunta con tristeza. A él le cuesta dormir . Echa en falta una ducha y cree que el comportamiento de los usuarios es «bajo. Hay gente con muchas pretensiones que no respeta las cosas. Sin educación, somos animales», sentencia.
-¿Dónde irá ahora que se cierra el invernal?
-Prefiero no pensarlo. Cuando hay un momento bueno, disfrútalo, seguro que viene otro peor. Habrá tiempo para estar triste.
Pepe confía en pasar a un alojamiento más estable. «Me están arreglando los papeles para cobrar la renta básica. Pasar aquí todo el invierno me ha dado vida, me siento más fuerte», asegura con optimismo. Manuel es cauto. Busca su oportunidad en el albergue de Elejabarri, donde tiene una habitación para él solo, y en un centro de día. Sabe que quizá sea la última. «Tengo claro que no quiero tirar la toalla, pero no me engaño. No menosprecio el trabajo de nadie, pero a las personas como nosotros, con heridas tan profundas, esa sed no nos la quita ni una charla ni un consejo. Ya es como si formara parte de nosotros. Yo encontré una salida en la fe -estuvo tres años en un centro de rehabilitación cristiano evangélico- y me estoy planteando volver. Es lo único que realmente me dio resultado, pero me solté de la mano».
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