HAY QUE PEDIR PERMISO
Entro en una habitación y me encuentro con una señora
de unos 40 años. Ella, al darse cuenta de que soy el capellán,
me expresa su deseo de que su suegro, a quien atiende con
mucho cariño, reciba la “extrema unción”. Le respondo que
podemos hacerlo en ese mismo momento, pero ella necesita
llamar a su marido para que éste dé su consentimiento.
La respuesta de su marido, a quien ella llama desde el teléfono
móvil, es clara: “Podemos hacerlo, pero sin que ella se
dé cuenta”.
¡A qué tipo de planteamientos llegamos por el miedo que
tenemos a la muerte! ¡Que no se entere la persona que agoniza
de lo que estamos celebrando! Si no se entera, ¿quién se
abre entonces al poder sanador del Espíritu? Está claro que
cada vez estamos más llenos de cosas y más vacíos de nosotros
mismos, de nuestra propia realidad.
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