Campamentos de verano
Jose Serna
ESTOS días, después de regresar de un campamento de verano organizado por voluntariado, me ha resultado un tanto extraño el entramado de opiniones vertidas en los medios de comunicación, especialmente en torno a la seguridad en los campamentos de verano. Al parecer, en este nuestro mundo del siglo XXI, la seguridad es un nuevo dogma que lo impregna todo, pero de inseguridad, porque determinadas medidas de seguridad hacen que nuestro mundo sea más inseguro.
Parece que el concepto de seguridad en los campamentos de verano se ciñe a los accidentes y además se da como bueno –¡menudo concepto de bondad!- el hecho de que se pidan responsabilidades a aquellas personas que han firmado hacerse cargo de esos chicos y chicas que si salen de su burbuja en una fiesta de alcohol nocherniego no pasa nada, pero si lo hacen en una excursión organizada por personas que trabajan valores humanos desde su propia experiencia de voluntariado pueden poner su cabeza en la picota judicial si existe un accidente.
Asusta el riesgo que corren unos chicos y chicas a los que se invita a llamar a las puertas de las viviendas de un pueblo para ofrecer su trabajo a cambio de comida, pero no nos asusta demasiado la cantidad de personas que se encuentran en paro. Nos da miedo que se hagan excursiones en la montaña, incluso cuando hay tormentas de verano, pero no nos da miedo que muchos chicos y chicas se queden en casa, horas y horas, aislados. ¿Dónde hay mayor riesgo? Vemos, además, lógico que las leyes impidan realizar fuegos de campamento para llenar de magia la velada de las noches, pero no tenemos muy claro cuántos fuegos se han producido a causa de los campamentos de verano o a causa de quienes se han acostumbrado a tomar medidas de precaución a la hora de encender un fuego y manipularlo.
Desde mi ventana, mientras escribo estas líneas, observo un parque en el que hay juegos para la infancia. Una madre ha ayudado a su hijito a subir al tobogán, le ha acompañado con la mano en el trayecto, mientras baja, lo recoge cuando llega al suelo, el niño se pone a andar unos pasos y se cae. En cambio, otra niña de la misma edad ha subido sola al tobogán, ha colocado sus manos en los bordes, ha mirado a su madre, que la observa con total confianza, se ha deslizado hasta el suelo, y cuando ha terminado la tarea corre alegremente por el parque. He visto en esa imagen a muchos chicos y chicas de nuestros campamentos. El caso es que si, por razones diversas, un niño entre mil de los autónomos se cae, y una madre entre mil, en vez de dar confianza, observa al niño desde lejos y hay un accidente, echará la culpa al equipo educativo, pedirá dinero, y los jueces darán la razón a la denunciante.
Hay profesores y profesoras que ya no se encuentran en disposición de realizar determinadas excursiones porque la espada de Damocles de las amenazas de sanción provocan tanta desprotección e inseguridad que la tarea se hace insostenible. ¿Es esto seguridad?
Pero esa locura del voluntariado sigue adelante, a pesar de los riesgos evidentes, porque no hay mayor inseguridad humana que la seguridad total. Nuestro mundo se ha llenado de controles y, aun reconociendo que muchos son necesarios, y que tampoco se pueden hacer locuras en los campamentos porque el sentido común se supone, la naturaleza sigue siendo más sabia que nuestras aseguradoras, y la denuncia por temeridad ha de realizarse sobre todo contra esta sociedad que pretendiendo seguridad-seguridad no hace más que aumentar el temor a lo desconocido, especialmente lo que está en plena naturaleza.
El temor y la inactividad están llenos de riesgos porque son los que paralizan nuestra sociedad, la acción y un cierto riesgo son tan necesarios…
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