¿‘Good bye’ Lenin?
Después de muerto, a Vladímir Ilich Lenin no cesan de acontecerle desgracias. Mejor dicho: a sus efigies. La penúltima fue el derribo de su gran estatua de la plaza principal de Kiev (Ucrania), en diciembre de 2013, durante los disturbios que acabaron por apartar del poder político, en febrero del año siguiente, al presidente prorruso Víktor Yanukóvich. Y la última, la negativa del Gobierno alemán a rescatar la cabeza de una escultura de Lenin de 19 metros de altura, inaugurada en 1970 en una plaza de Berlín Este, derribada y enterrada en un bosque del distrito berlinés de Spandau, en noviembre de 1991. Una historiadora llamada Andrea Thiessen pretendía organizar una muestra sobre los monumentos que marcaron la vida de la ciudad en los dos últimos siglos y quería exhibir, entre ellos, la figura cincelada del revolucionario soviético. El Gobierno ha respondido diciendo: “Las nuevas generaciones no están preparadas para confrontarse con lo que representa Lenin”.
En los días de la llamada Guerra Fría, las estatuas de Lenin se erigieron por decenas de miles en las naciones del universo comunista. Nunca se sabrá su cifra exacta. Después de la caída de los comunismos en un buen número de los países en donde el sistema regía, la gran mayoría fueron derribadas o arrumbadas en los sótanos de los museos. Y otras se pudrieron al aire libre sin que nadie les prestase atención. La cadena televisiva Russia Today, un órgano de propaganda del presidente Putin, afirma no obstante que quedan todavía algo más de mil en el interior del país. Fuera de sus fronteras pueden encontrarse en Vietnam, Mongolia, Cuba, Bielorrusia y el este rebelde de Ucrania. Hay una efigie en el techo de un edificio privado neoyorquino llamado Red Square, en Houston Street (West Village), que apunta con el dedo hacia Wall Street, y otra en el barrio Otxarkoaga de Bilbao, en donde se conmemora cada año el aniversario de la Revolución de Octubre. Por haber, hay un busto en la Antártida y otros dos en establecimientos mineros rusos de las islas Svalbard, en el Ártico. No creo que existan en el planeta efigies más numerosas que las de Lenin, aparte, claro está, de las que recuerdan a Cristo.
Siempre se dijo que le comunismo era, en cierto modo, una suerte de religión laica. Y desde luego que la veneración de las imágenes y figuras de sus líderes recuerda a la pasión por los santos cristianos. Mao Zedong, todavía idolatrado por el pueblo chino, tiene centenares de estatuas, si es que no son miles, en el inmenso país asiático. Y comparte, junto con su colega Lenin, el honor de que sus cuerpos hayan sido embalsamados y sean expuestos en las correspondientes urnas, el primero en la plaza de Tiananmen de Pekín y el segundo en la Plaza Roja de Moscú. En cierto modo, son algo así como la mano incorrupta de la española santa Teresa, conservada en Ronda, o la cabeza del italiano san Genaro, guardada en Nápoles. Hasta la caída del comunismo en Bulgaria, en el año 1989, los militantes búlgaros honraron a una tercera momia: la de Giorgi Dimitrov, el principal líder del país. Pero el Gobierno decidió incinerar la ilustre mojama el mismo año de la extinción de su régimen.
A los hombres nos persiguen las malditas estatuas. Son como sombras que nos intranquilizan. A mí me producen una sensación de futilidad, sobre todo cuando les cagan las palomas. Y a menudo me recuerdan una conocida broma de Woody Allen: “La última vez que estuve dentro de una mujer fue cuando visité la estatua de la libertad”.
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