«No hay nadie que no valga para nada»
En la ladera del monte Avril, en Bilbao, hay un lugar al que han subido muchas personas en busca de lo que creían un milagro. No se trata de una ermita dedicada al patrón de las causas perdidas, sino del Centro Formativo de Otxarkoaga. Hasta allí han acudido un montón de padres rogando a la dirección –casi a modo de plegaria, algunos hasta llorando– que hiciesen lo que pudieran con sus hijos, porque ese era su último cartucho para encauzar a los chavales hacia el estudio. También se han presentado adolescentes por iniciativa propia o desviados desde las instituciones: la mayoría, después de fracasar en el sistema tradicional y de recibir bastan- te estopa en la vida, tenían la autoestima y la motivación por los suelos. Lo que han encontrado, unos y otros, es un entorno del que están desterradas las expresiones «tirar la toalla» y «casos perdidos». O, lo que es lo mismo, una oportunidad para superar el bache, fuese cual fuese, y seguir adelante.
El centro se caracteriza por dar respuesta a un alumnado que, visto bajo el prisma de las frías cifras y de los prejuicios, dista mucho de ser modélico: el 97% no está en el curso que le corresponde porque ha repetido algún año, el 31% se encuentra en situación de riesgo, el 26% tiene necesidades educativas especia- les por sus bajas capacidades, el 14% presenta trastornos del comporta- miento, el 8% es consumidor habitual de sustancias tóxicas, el 6% sufre problemas de salud mental y el 3% está sujeto a medidas judiciales. Hay algunos que han sufrido acoso escolar (el 5%) y también otros que lo han ejercido (el 1%), y no faltan los tutelados por la Diputación (el 10%). Si a este enjambre de realidades añadimos la diversidad cultural de los estudiantes –con un 27% de inmigrantes y un 9% de etnia gitana–, se esboza un microcosmos que parece de difícil manejo y no invita a imaginar muchos finales felices. Pero los tienen a puñados. Los resultados –en esta ocasión, los números son más cálidos– están ahí:
«El 75% termina su formación», resume Javier Laiseca, el director.
El centro recibió ayer en el Salón Árabe del Ayuntamiento el Premio Norte-Sur 2014, que le reconoce como referente de escuela inclusiva. «Tenemos una vocación especial: dar respuesta a unos alumnos que no la han obtenido», dice. Para el personal del centro, el verdadero premio es ver cómo los chavales avanzan. «No son ni mejores ni peores», sostiene Laiseca, quien afirma tajante que el centro no es una especie de ‘Hermano Mayor’ marca- do por las broncas. «Para nada. Eso es un ‘reality show’. Esto no», sub- raya. Para él, el secreto radica en mostrar respeto a los chavales y encontrar algo que les motive. «Eso lo cambia todo. No hay nadie que no valga para nada. Nosotros siempre partimos con la idea de que van a tener éxito». Y en muchas ocasiones es así: en su club de exalumnos tienen médicos, arquitectos, enfermeras, soldadores, fontaneros… «Aspiramos a que obtengan la mayor titulación posible».
Abandonar el nido
Un paseo por el centro disipa el escepticismo y confirma las palabras de Laiseca. Todos van a lo suyo. Asisten ensimismados a sus clases teóricas y hacen sus trabajos prácticos –soldadura, carpintería, carrocería…– sin levantar cabeza. «A algunos les han dicho que son unos fracasados. O, si no se lo han transmitido con palabras, ha sido con hechos», lamenta Txutxi Paredes, responsable de comunicación del centro, al que los chavales saludan sin parar. Se topa con Ángel, gitano, y se entabla entre ellos una especie de pasodoble del vacile fino. «¡Qué bien vives! A ver si te vienes por aquí…», le dice Txutxi con una sonrisa. «¡No estoy motivado!», responde el chaval, sirviéndose del léxico docente para darle esquinazo. Ángel se sacó el graduado y ahora depende de él seguir la formación o no. Pero el caso es que ha salido por la puerta grande. Kevin, otro estudiante, ya va por el segundo grado. «¡Y luego, a por el superior!», anuncia muy animado.
«A ver si es verdad, mendrugoooo», le reta Txutxi con todo el cariño.
Porque otra peculiaridad del centro es que muchos alumnos ‘regresan’, bien para seguir formándose en alguna especialidad que aún no han tocado, bien para pedir consejo… Les cuesta volar de ese nido en el que se han sentido cómodos y respetados. Katherine, de 19 años, es una de las que han sufrido esta ‘metamorfosis’. Lleva allí cinco años, desde que llegó rebotada de un instituto. «Aquí todo es distinto y mucho más personalizado. Estoy muy contenta», asegura ‘Kathe’, como la llaman, tiene carácter. Se metió en la sección de carrocería cuando no había ninguna chica y le va de cine: acaba de arreglarle el parachoques al coche de un compañero y dentro de diez años se ve «con un taller en condiciones». «No me dicen cosas machistas, ¡qué va!», dice como si eso fuese cosa de otra época, de otro mundo que queda fuera de los márgenes de este cajón de sastre. Aquí, en la ladera del monte, todas las piecitas –grandes, pequeñas, melladas– han aprendido a convivir.
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