Día Internacional del Voluntariado: “Recibes por mil lo que das”
Mª Luisa lleva toda la vida ayudando a los demás, a Amets ya le ha picado el gusanillo y Mohamed colabora, agradecido, con quien en su día le tendió la mano en OTXARKOAGA. Los tres cuentan sus vivencias en vísperas del Día Internacional del Voluntariado.
Mohamed Jarmouni es un hombre agradecido. Por eso colabora como voluntario con Bizitegi, la asociación que le tendió la mano cuando la crisis le vapuleó hasta dejarle sin empleo y sin techo. Asentado en Bilbao desde los 80 -entonces, dice, era más fácil conseguir una vivienda- este marroquí de 59 años trabajó en la venta ambulante y la construcción. El paro trajo de la mano la imposibilidad de afrontar el alquiler y acabó durmiendo “en albergues y cosas de esas”. Lo más duro de aquella etapa, confiesa, fue deambular por la calle. “No tienes trabajo y das vueltas a lo tonto, sin saber si vas al norte al sur”, lamenta. Sin embargo, nunca perdió la esperanza de reconducir su vida. Bizitegi le ayudó “con los papeleos”, le proporcionó ropa “para no tener que andar con mala pinta” y le contrató temporalmente para trabajar en su tienda de ropa de segunda mano. Ahora que tiene “derecho a paro” y vive en un piso compartido en Otxarkoaga colabora como voluntario “por los favores” recibidos. A la espera de encontrar empleo, clasifica y etiqueta prendas, plancha y da consejos. “A los que andan mal les digo: Haz esto porque es bueno, se puede tirar para adelante. Cuando uno pasa por algo ya sabe lo que es la vida y tiene que aconsejar a otros”, comenta y añade que nunca se ha sentido “discriminado” por ser inmigrante. “Teniendo a buena gente puedes salir de cualquier agujero”.
LOS compañeros de Amets Molinos no entendían qué se le había perdido a ella en Ceuta ni por qué hace un par de años fue a trabajar de voluntaria con niños, mayores y personas con discapacidad mental. “Al volver hablaba de lo que había hecho y la gente me miraba raro: Y esta ¿cómo va allí a ocuparse de gente que ni conoce?”, recuerda. Estudiante de Derecho, miembro desde niña del Grupo Eskaut Etorkizuna de Ibarrekolanda, del que ahora es monitora, Amets tiene clara la respuesta: “Piensas que vas a aportar y al final recibes por mil lo que das”. También para Mª Luisa Fernández y Mohamed Jarmouni colaborar con Nagusilan y Bizitegi, respectivamente, resulta gratificante. Los tres cuentan su experiencia en vísperas del Día Internacional del Voluntariado.
A Amets le conmueven detalles que a otros les pueden parecer nimios, como que los chavales se le arrimen para ver si son más altos que ella. O que Jesús Ángel, un señor con discapacidad psíquica al que acompañó durante su voluntariado en Ceuta, se emocionara al escuchar las canciones de Perales. “Verle llorar es algo que no se me va a olvidar en la vida”, dice. Ni eso ni lo bien que lo pasaba él cuando bailaban. “Al principio me asusté porque hacía cosas incoherentes; yo nunca había estado con una persona así y no sabía qué hacer, pero luego le cogí un montón de cariño”, confiesa. Experiencias como estas son las que “enriquecen” a esta veinteañera hasta el punto de devolverle con creces el esfuerzo realizado. “Fui con la idea de enseñar y al final yo terminé aprendiendo muchísimo más”, reconoce.
Implicarse como monitora en el grupo es, asegura, “una de las mejores decisiones” que ha tomado en su vida. Y eso que le llena el calendario de compromisos: cinco horas semanales de reuniones, excursiones al monte, encuentros con los compañeros, salidas de fin de semana… “A mucha gente lo que le echa para atrás de meterse en algo así es que les quita tiempo para ellos. No se dan cuenta de que en realidad, a pesar de que estés con chavales o con otra gente, te estás dedicando tiempo a ti, porque todo lo que te aporta te ayuda a ser quien eres”, argumenta. Además, añade, “si te organizas”, aún te quedan fechas libres “para estar con amigos, la gente de la uni o salir a tomar algo”.
A pesar de la imagen “americanizada” que se pueda tener de los eskaut “vendiendo por ahí galletitas”, la realidad, defiende, es otra. “Muchos de los valores, ideas y pensamientos que tengo -cosas como compartir, que pueden parecer pequeñas- los tengo formados gracias a lo que Etorkizuna me ha enseñado. Los chavales no solo vienen a pasar el tiempo libre, aquí se les educa en valores”, matiza. A los más pequeños les ayudan a conocer su entorno y, a partir de los 17 años, detalla, “se implican con la sociedad en diferentes ámbitos, ya sea participando en recogidas de alimentos o yendo los domingos a algún comedor social”. Es lo que viene a ser una pequeña cantera de voluntarios. En ella se ha formado Amets, siguiendo los pasos de sus padres. “No me considero una excepción. Me gusta pensar que hay más gente como yo, pero es verdad que en mi entorno no veo a la gente tan comprometida”.
Eso lo dice Amets porque no conoce a Mª Luisa Fernández, de 86 años, toda una vida trabajando -en una cooperativa, en sendas panaderías, en unas oficinas, de masajista…- y ayudando sin descanso al prójimo. “Echaba una mano a los vecinos, a parientes que estaban solos… Fundamos la asociación del barrio y también la primera asociación de mujeres. La quietud me sienta mal”, dice y se ríe, como si a estas alturas de la conversación no hubiera quedado más que claro. Toda esa buena voluntad, derrochada sin respaldo alguno, la canalizó esta octogenaria de Sestao a través de Nagusilan una vez se jubiló. Ya lleva de voluntaria 21 años. “Acompañaba a mayores que estaban solos en sus casas, porque la familia no se acordaba de ellos o necesitaban ir al médico, a discapacitados para ir de vacaciones… Es bonito, el que se mete en ello y se implica un poco, lo pasa bien. La gente es agradecida, te hace reír y se ríe de las tontadas tuyas”, relata.
Todo eso lo hacía hasta el año pasado, antes de que un ictus, un cólico de vesícula y una hernia inguinal le dieran un buen mordisco a su todavía envidiable vitalidad. “Quedé hecha polvo y ando cachaveando. No estoy para acompañar a nadie. Estoy casi, casi, para que me acompañen a mí”, bromea, porque de momento no necesita que le brinden el brazo para caminar. “No me da la gana. Todavía puedo ir sola. Mientras me valga…”, se rebela, todo desparpajo.
Ahora, además de quedar para tomar café con un par de personas a las que llevaba mucho tiempo acompañando, se dedica, como miembro de la junta, a participar en reuniones y encuentros intergeneracionales y a realizar trámites burocráticos. “No puedo dejarlo. Si no haces nada, se te cae esa teja que está de punta en la cabeza y te hace polvo. Mientras mi cerebro funcione y la cachava me lleve, quiero seguir haciendo cosas, y si no, pasaré a la silla de ruedas”, planea sin darse por vencida. “Hay que implicarse en algo, sentirse útil y sentir que los demás, al querer ir contigo, son útiles también para ti”, insiste, antes de anunciar que “el día que empiece a decaer, lo dejo todo y se acabó”.
A sus 86 años, Mª Luisa no es la voluntaria más veterana. Los hay de más de 90. Son la prueba fehaciente de que, echado el cerrojo a la vida laboral, queda aún mucho por aportar. “Puedes enseñarles a leer, leerles cuando están en cama y otras muchas cosas. Eso de jubilarte y quedarte de brazos cruzados o ir todos los días al monte es aburrido. Al cuerpo hay que mantenerle viva la energía. Si no, la vas perdiendo hasta que te quedas y no vales un carajo”, zanja.
Últimos comentarios