Un orgullo que luce en blanco y negro
CUANDO los barrios laten con fuerza, cuando se abren de par en par, se recogen escenas como esta. Llega el cronista veinte minutos antes de la hora y decide tomarse un café. De repente, en el ventanal exterior del bar escogido -el mal vicio del tabaco obliga…- se pone a tu lado un tipo con un grueso anorak. Pide un cubalibre con MG y unas aceitunas mientras aparca un carro de utensilios. ¿Qué llevará ahí? “Fulano, ¿qué tal el día?”, le preguntan. “No digo que bien pero tampoco vacío”. La estampa sucede en Otxarkoaga. Y Fulano muestra con ejemplos lo dicho: enseña a los vecinos que se le acercan un cabracho de dimensiones considerables aún vivo y dos pulpos pequeños. ¿De dónde los habrá sacado, tierra adentro a media tarde? No pregunto. Es el barrio, ese territorio donde a cada vecino se le atribuye un papel en el teatro de la vida.
Los barrios, ¿cómo definirlos, tan diferentes todos? La poeta iraní Forugh Farrojzad dio alguna pista en sus versos. “Hay una calle que mi corazón se ha robado de los barrios de mi infancia”, dijo. Es difícil etiquetarlos. De las lecturas de mi infancia extraigo un pasaje, ese en el que Sherlock Holmesdecía algo así como “a mi modo de ver, Watson, basado en mi experiencia, los más bajos barrios de Londres no presentan un récord más terrible de pecado que el sonriente y bello campo”. Hoy, cuando vengo a hablarles de Otxarkoaga, tan señalado, me ha venido a la memoria aquella sentencia porque no, no vi pecado alguno en la visita de ayer.
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