‘Casitas’ exprés, barro y vidas nuevas… «Era duro, pero había mucha solidaridad»
acieron en Santander, en pequeñas aldeas gallegas, en lejanos rincones de Jaén. Allí dieron sus primeros pasos, dijeron sus primeras palabras -con otros acentos, en otras lenguas-, dejaron familiares, se despidieron de amigos y de paisajes conocidos que tardarían mucho en volver a ver… Así arranca, muy lejos de Bilbao, la biografía de Cristina, Pedro y Marina. Sus familias están entre los miles y miles que llegaron con su prole a la capital vizcaína a mediados del siglo pasado para «tener un futuro», algo que no veían posible en sus lugares de origen y que terminaron consiguiendo con no pocos esfuerzos. Todos recuerdan que el primer Bilbao que conocieron no fue el soñado, el de los edificios señoriales de la Gran Vía ni el de los jardines de Moyúa. Su historia arranca en las laderas del ‘botxo’, entre cuatro paredes levantadas con urgencia en medio de la noche con la ayuda de otros como ellos…Cristina Conde, 89 años
«Yo estaba embarazada cuando hicimos la casita en una noche»
«En 1941, en plena posguerra, se quemó Santander. Han pasado muchos años, pero lo recuerdo bien: vinieron bomberos de todos los lados… El restaurán de mi familia, que se llamaba ‘El Portuario’, se quemó. Y también mi casa, que estaba encima. Y así fue como, de la noche a la mañana, nosotros, que vivíamos muy bien, con servicio y todo, nos vimos sin nada. Mi padre se vino él solo a Bilbao porque le dijeron que había trabajo. Y lo encontró, echando asfalto en La Ribera, porque hacía poco del final de la guerra y Bilbao estaba destrozada. Pobre hombre. Ahora pienso que para él tuvo que ser muy duro, vaya cambio de vida, pero así fueron las cosas. En cuanto pudo, nos trajo a todos para aquí. Para nosotros tampoco fue fácil, llorábamos, porque no sabíamos adónde veníamos. Al final, tras estar en Bailén -en una habitación, claro- y en un refugio de Artxanda, como un túnel de esos de la guerra, terminé viviendo en Monte Cabras, en una ‘casita’. Nos dio dinero para hacerla una señorita, de esas que se pasaban antes por donde había gente necesitada. Las llaman chabolas pero yo digo ‘casita’ porque estaba fabricada de bloques, tejas…Hasta tenía un tabique en medio, aunque sí, imagino que eran chabolas. Allí vivíamos dos familias, la mía y la de mi cuñado. De hecho, fueron él y mi marido quienes la construyeron en una sola noche. Ellos y nosotras, sus mujeres, que nos pasamos la madrugada acarreando agua. Yo estaba muy embarazada y me pegué un buen porrazo, por esos caminos y sin luz. Allí vivimos ocho o nueve años. Fue una época dura: el único recuerdo bueno que tengo es la solidaridad entre nosotros para construir las casitas, aunque no nos conociéramos de nada. Todo el mundo arrimaba el hombro, porque teníamos que ser rápidos: la Policía se pasaba por allí casi a diario para tirarte la casa si te descuidabas, aunque si la veían ya hecha o había críos, pues ya te dejaban y hacían la vista gorda. Y allí hicimos la vida: no había agua, ni luz… Nos apañábamos con un carburo, que yo no sabía ni lo que era. Tuve a mis hijos -¡y son cinco!- y allí vivimos en esa casita tan pequeña, donde, con el tiempo, pudimos poner hasta un suelo de mármol, hecho con distintos trocitos que le daban a mi marido, cada uno de un tipo. Cuando mi hija pequeña tenía 4 años, vinieron unos militares de Garellano y nos llevaron de allí en camionetas, con los cuatro trapos que teníamos. No había mucho que llevarse, la verdad… Así terminó aquella época para nosotros, cuando nos dejaron en el portal de nuestra casa de Otxarkoaga: cuatro habitaciones, un váter, agua corriente… Ese día pensamos que nos había tocado la lotería».Pedro San Blas, 78 años
«Entre los que vivíamos en chabolas nos ayudábamos muchísimo en todo»
«Yo vine de fuera, de Jaén, con 13 añitos. Fui uno de tantos. Mi pueblo, Hornos de Segura, era muy pequeñito y se vivía de la aceituna. Pero no daba. Por eso la gente se iba, cada uno a una punta del país. Mi familia no tenía ni casa, andábamos de alquiler. Así que mis padres vieron que allí no tenían vida y decidieron marchar. Primero lo hizo mi padre solo, que llegó a Bilbao y empezó a trabajar en las obras. Él le contó a mi madre que había empleo y, un año después, nos vinimos todos detrás. ¿Dónde acabamos? En Monte Banderas. Y luego en Camino de Berriz. En chabolas, claro. Y no tengo vergüenza de decirlo, eran chabolas. La nuestra tenía dos habitaciones y una cocinita. Allí vivíamos cinco personas, más los ‘turistas’, familiares del pueblo que venían a vernos y pasaban temporadas. Yo enseguida hice amigos, no eché de menos mi pueblo, porque los jóvenes miran para delante y viven al día. Empecé a trabajar de peluquero en Bilbao -bueno, llevaba desde los diez años cortando pelo- para aportar dinero a casa. Era poco, pero era algo. Todo el que podía arrimaba el hombro. A eso veníamos. Y, por la noche, iba a un maestro para seguir estudiando. Y lo pagaba yo, ¿eh? A mí nadie me ha regalado nada. Y así pasaron los años. Entre los que vivíamos en chabolas nos ayudábamos muchísimo en todo. Había mucha solidaridad y las amistades que hice son de esas que se mantienen toda la vida. ¿Cómo era la vida allí? Dura. Recuerdo que mis padres trabajaban todos los días -ni existían las vacaciones, ni los fines de semana, ni nada- y los críos iban andando al cole a Bilbao, que era una buena caminata. A veces, uno de allí, que luego tuvo una conocida firma de joyería, nos vendía relojes -yo cogí uno y lo tuve muchos años- y medallitas que le pagábamos a poquitos… Vamos, que íbamos consiguiendo cosas poco a poco. Eso sí, el jamón no sabíamos ni de qué color era. Y comíamos muchos garbanzos; carne, poca. Pero bueno, nosotros habíamos venido a Bilbao a progresar y, cuando mi padre encontró trabajo de portero en un edificio de Hurtado de Amézaga, nos fuimos muy contentos a la portería. Vivir allí ya era otra cosa. Tampoco hubo nostalgias de la chabola que habíamos dejado. Antes no se pensaba así, en la pena, ¡eso son cosas modernas! No hacías lo que querías, sino lo que podías. Yo, por ejemplo, sacaba buenas notas y era aplicado -no como mi hermano, que en lugar de ir a estudiar se escapaba al cine, ja, ja- y me hubiese gustado ser médico o abogado. Pero, bueno, era otra época y no pudo ser. Tampoco hay que darle más vueltas. Me ha gustado mucho la lectura y hacer maquetas de barcos. He estado bien y el humor nunca me ha faltado».Marina Montero, 66 años
«De camino al cole veía las casas bien y me avergonzaba la mía»
«Por el pueblo de mis padres, en Orense, pasaba una carretera. Y por allí veían irse a todos los vecinos que emigraban… Ellos tardaron, pero terminaron haciéndolo. Y con 40 años y toda la familia a cuestas, vinieron a Bilbao. Una hermana mía mayor, que había llegado antes y trabajaba de interna, les dijo que había empleo, y aquí nos presentamos. Yo tenía tres años. Lo hicieron por nosotros, por los hijos, para que tuviésemos un porvenir, aunque dejar el terruño no fue fácil para ellos, yo creo que nunca se llegaron a integrar. A veces pienso en cómo sería su llegada, porque yo de los primeros tiempos no me acuerdo… En Galicia no tenían ni tierras, trabajaban de caseros (para otros), pero sí una casa de piedra. Al pisar Bilbao, primero estuvimos en Los Caños, en la zona de La Peña, en una chabola que se inundaba cuando crecía el río, hecha con plásticos, sacos… Enseguida nos trasladamos a Irusta, más arriba, porque estaba más cerca de la mina donde trabajaba mi padre. Y allí ya la casita era de ladrillo, una mejora. Suelos de tierra, estancias oscuras, riachuelos que cruzaban la vivienda cuando llovía mucho, una pequeña cocinita, salir al campo para hacer las necesidades porque no había baño… Esos son mis recuerdos. Eso y que, a pesar de mis pocos años, pasaba vergüenza. Yo y los otros niños del asentamiento íbamos al colegio a Urazurrutia y por el camino veíamos casas bien. Casas de verdad. Y cuando visitaba a mi tía, que vivía en esa zona, alucinaba con su casa. Y yo me avergonzaba, no lo aceptaba. Así que, a los 7 años, cuando nos fuimos a Otxarkoaga al piso, no me dio ninguna pena dejar Irusta. Llegamos una víspera de San Blas, que era el patrón del pueblo de mi padre, en un isocarro, una especie de moto con tres ruedas. ¡Íbamos seis, mis padres, mis tres hermanos y yo! Y, bueno, nuestras pocas pertenencias. Y al llegar… Mi casa me pareció un palacio. Recuerdo la luz, la limpieza… Ahí no había barro. Yo veía el timbre, el grifo, y no me lo creía. ¡Los niños nos pasábamos el día subiendo y bajando las escaleras! Era como el cuento de la Cenicienta y yo entonces era muy repipi. En Otxarkoaga hicimos la vida: compramos muebles a plazos -camas, armarios, la mesa de formica…- y, lo más importante, tuvimos aquello por lo que se habían sacrificado nuestros padres: una casa digna y formación. Mis hermanos y yo aprendimos un oficio, algo que para ellos era fundamental. Yo fui sastra».
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