PENDIENTE MORTAL
Una ciudad es a grandes rasgos un lugar en el que hay un número considerable de gente viviendo, es decir, interactuando. El modo en que eso tranforma cada día el plano de la urbe en una especie de ruleta por la que pueda salir a rodar la bola del infortunio es una de esas cosas que entendemos de un modo instintivo, pero pasamos por alto de un modo inevitable.
Juega al menos a nuestro favor que la fatalidad funcione por lo general como una enrevesada sucesión de acontecimientos que deben sucederse de un modo inalterable y exacto. Piensen en uno de esos paneles que controlan sistemas complejísimos y en los que, para conseguir un determinado efecto, hay que accionar una serie de interruptores en un orden milimétrico.
Fue lo que por desgracia ocurrió ayer a mediodía en el Grupo Aixeona de Otxarkoaga. Un pequeño autocar de un centro formativo perdió por alguna razón los frenos, cuando estaba parado sin conductor en lo alto de una calle de gran pendiente. En la parte de abajo, un peatón salía en ese preciso instante a la calzada para sortear un coche que estaba peor que mal aparcado, ocupando toda la acera. Sucedió de un modo rápido y funesto: el minibús arrolló al hombre, matándolo allí mismo.
La Policía investiga lo ocurrido, pero sabemos que el conductor del autocar aseguraba ayer que tenía puesto el freno de mano. Si el minibús hubiese estado arrancado, puede que el ruido del motor hubiese advertido al peatón. Podría haber pasado algo parecido si alguien hubiese detectado con claridad lo que ocurría y se hubiese propiciado alguna clase de griterío. Y quizá, si el coche que ocupaba la acera hubiese estado bien aparcado, la situación hubiese sido distinta. Por no hablar del clásico: si el conductor y la víctima hubiesen alterado mínimamente sus acciones de la media hora anterior no habrían coincidido en un punto sin escapatoria.
Ahí tienen todos los interruptores accionándose en una coreografía letal. Y, aun siendo tan exacta, tiene mucho más que ver con el azar que con el destino. En sus memorias, Arthur Koestler interpreta estas pequeñas calamidades que ocasionan calamidades enormes, como un «poder mudo» que está «tirándonos de la manga». Él mismo reconoce que es una especie de superstición. Y se entiende. No es fácil encajar que lo absurdo es un lugar sin escapatoria.
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