Confinados en un piso para antiguos ‘sintecho’
La educadora Elena Martín llama al timbre, como cada mañana, en un humilde bloque de viviendas en Otxarkoaga. Les esperan en un pequeño salón Javi Uranga, Alberto Diego y Mikel Crespo, usuarios de un piso donde Bizitegi atiende a «personas en exclusión o con problemas de salud mental». Hay 26 domicilios como este en Bilbao y una pequeña residencia para 7 personas. En total, 85 personas que provienen de la exclusión extrema: sin recursos, algunos fueron ‘sinhogar’ y buena parte de ellos tiene problemas de salud mental. Muchas veces, todo eso se conjuga.
Elena, que lleva puesta la mascarilla, les toma la temperatura nada más llegar. «Venimos dos veces al día. No hemos tenido ningún caso de coronavirus», celebra. Aprovecha para llevar a algunos su medicación. Durante el confinamiento, ellos solo pueden salir con su educadora «una hora al día» por ser parte de un colectivo con necesidades especiales.
En el piso las normas son claras. «Nada de violencia, ni verbal ni física», cuenta Javi, que lleva «tres años y medio aquí, desde que salí del psiquiátrico». Era la segunda vez en su vida que tenía que recurrir a Bizitegi, tras un paso en los años 80, cuando era otro mundo. «Entonces todo el mundo llegaba por la heroína, ahora es otra historia». En el piso no se puede consumir. Javi asegura que ya no lo hace y Alberto lleva «trece años sin fumar un porro». Tienen analíticas periódicas que detectan si ha habido consumos, aunque «ahora no se pueden hacer porque los test se hacen en el ambulatorio», explica Elena. Fuera del periodo de confinamiento pueden ir a la calle, que es donde consumen los que lo siguen haciendo. Ahora, a los que están enganchados, sólo les queda ser discretos puertas adentro y que no les pillen. Buscar un proveedor cercano. El asunto es importante porque «algunos hemos tenido algún tema judicial y esto se plantea como prisión alternativa», explica Javi.
El dinero que reciben, ya sea por la RGI o por la pensión no contributiva vinculada a los problemas de salud mental, lo destinan al pago de los gastos corrientes del piso. El programa lo financia el área de Empleo y Políticas Sociales de la Diputación y la mayoría de los pisos son municipales. Javi trabajó en la construcción, Mikel en la metalurgia y Alberto en un gran centro comercial y en Correos. Luego las crisis, económicas o personales, les llevaron hasta aquí.
Las salidas se han reducido por el estado de alarma. «Estos días hay un servicio de catering para llevarles comidas y evitar que salgan», explica la educadora. Sólo van al supermercado los martes a por «desayunos y fruta». Por la mañana limpian la casa y, a la tarde, juegan a las cartas y ven la televisión. «La convivencia tiene cosas buenas y otras menos», coinciden. Pero se llevan bien. «Con los vecinos hay buena relación desde siempre», según Javi, que es el más veterano. Lleva 13 años en el piso.
De voluntario
Mikel echa en falta las visitas al centro de día, ahora cerrado. Javi añora «ir a la piscina» y el centro «porque allí charlamos todos y ahora no sabes cómo está la gente». Se apena porque soñaba con hacer pronto el camino de Santiago a pie. Alberto, que regala a los visitantes dos dibujos con mandalas coloreados, hace labores de voluntariado. «Llevo a dar paseos a un hombre que está en silla de ruedas. Se llama Jose, vive en la residencia y siempre tiene una sonrisa», valora.
Los educadores controlan el dinero que les queda tras el pago de los gastos del piso. Cada semana le dan a cada uno lo suyo. Cantidades pequeñas de las que el tabaco se lleva un pellizco. Todo el día en casa, fuman algo más. «Tengo un plan de ahorro que me ha hecho la educadora», se enorgullece Javi. A veces, las paredes se le pegan a uno al cuerpo y pìden «un rescate» de medicación para dormir. En esta casa sucede poco. Están bastante bien avenidos. Tienen sólo los jaleos de cualquier hogar sobre «a quién le toca hoy fregar y por qué no recoges». El día a día.
«Hay pisos en que algunos no quieren salir nunca por miedo. Y también lo contrario, que se escapan sin permiso porque no aguantan y dicen que prefieren contagiarse», relata la educadora. Aquí las aguas están calmadas. Los tres se asoman a la ventana donde se divisa el barrio y les entran ganas de que acabe todo
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