Desde Otx, con amor (23)
Estamos en Túnez. El avión acaba de aterrizar en el aeropuerto de Monastir. Lo del aterrizaje, mejor olvidarlo cuanto antes. Y en cuanto a lo de Monastir, merecer la pena explicarlo un poco. De momento me encuentro en una especie de jaula postmedieval donde encierran a todo aquél que pretenda fumarse un cigarro. Ya se sabe que yo no fumo casi, pero dentro de ese “casi” entran, en mi caso, las situaciones de extremo peligro tales como el pasearse impunemente a mil metros de altitud por encima del Mediterráneo. La adrenalina llama a la nicotina, saben ustedes, y yo la he dejado pasar.
Voy por mi segundo cigarro seguido dentro de esta caja de ruidoso aire acondicionado, cristal, humo y cemento, rodeada de italianas parlanchinas, cuando observo que el hombre se dispone a entrar.
– ¿Acabas ya?
– ¿No ves que no?
– Ya, pero es que las maletas…
– ¿Han salido?
– No, pero enseguida…
– Anda, vete, vete y atento a las maletas
– Vale, vale.
Vale, vale, pero no se va. Atención, que está poniendo cara de chiste. Cuando eso sucede aprieta los labios, arruga las comisuras y achina los ojos, como anunciando lo feo que sabe ponerse él solo y… la enorme tontería que va a soltar. Me preparo mentalmente.
– Oye, ¿sabes lo que parecéis desde ahí fuera?
– ¿Qué?
– ¡Una jaula de monos! ¡Ja, ja, ja, ja!
Y cierra la puerta anti-incendios, muy africana ella, compuesta de cristal no tan transparente, metal bastante roñado y estanqueidad dudosa. Le veo alejarse hacia la cinta transportadora, que se atisba perfectamente desde aquí, mientras sacude los hombros como desprendiéndose del tremendo choteo que lleva encima. Mira hacia atrás y me saluda, pidiendo disculpas. Unos pasos más allá se vuelve a girar y hace el gesto de imitar a un mono, uh, uh, uh. Ahora sí que se parte de la risa. En el fondo es simpático el cenutrio, me ha relajado. No creo que vaya a necesitar un tercer cigarro.
Estoy en un aeropuerto, lo repito. Dentro de poco saldrán nuestras maletas, tendremos que pasar algún que otro control absurdo, y nos permitirán salir al exterior, que es algo que deseo fervientemente porque, aunque parezca paradójico, soy una gran aficionada al aire puro.
En el Túnez turístico éste que me dispongo a visitar existen básicamente dos aeropuertos: Monastir y Túnez capital. El de Monastir está situado a unos doscientos kilómetros al sur de la capital, junto al mar y lo utiliza sobre todo el paisanaje que viene a disfrutar de una semanita en la playa alojado en hoteles de superlujo. El de Túnez capital, en lo que a turismo se refiere, se usa como punto de partida de los circuitos culturales que tanto nos gusta hacer a los occidentales cuando no estamos en casa viendo la tele. Nosotros nos hemos apuntado a una gira de una semana de duración cuya primera jornada se inicia mañana en Cartago, en las inmediaciones de la capital. Y… si me han seguido la explicación, es evidente que nos hemos equivocado de aeropuerto. Nosotros o los tour-operators, que son unos entes dispersos cuyo principal objetivo comprobado es sacarte los cuartos y olvidarse de ti.
– Oye, hombre
– Dime, preciosa
Hago un inciso para aclarar que el hombre se portó durante todo el viaje con una corrección exquisita y una delicadeza suma. Yo creo que andaba buscando algo de mí.
– ¿Cómo es que hemos aterrizado en Monastir si el hotel está en Túnez?
– No te preocupes, todo se arreglará
– ¿Nos van a llevar ahora hasta Túnez?
– En Túnez ya estamos, pichurri. Ja, ja, ja. Todo se arreglará, no te preocupes
– Es que estoy agotada y… son ya… las siete y pico.
– Todo se arreglará, todo se arreglará
– Además, tengo hambre
No es preciso consignar lo que me respondió el hombre. Yo creo que se me ha hecho zapaterista convencido. Él siempre ha sido sociata de toda la vida, pero me da la impresón de que el talante de nuestro presi le ha calado muy hondo. Incluso antes, cuando hemos tenido que pasar en fila a través de una especie de compuertas pintadas de verde caca, al final de las cuales nos esperaba la amedrentadora garita de un guardia imponente, incluso entonces no ha perdido la sonrisa. El bigote del tremendo policía, con mi pasaporte en la mano, se explicaba en un inglés incomprensible. Mis intentos de comunicación rebotaban en su rostro torvo e inexpresivo. La situación se estancaba en un punto muerto muy desagradable. Se acercaba otro policía tremendo. Horror. Todo empezaba mal, muy mal, todo se torcía, todo se caía blandamente, estaba a punto de marearme… cuando apareció el hombre diciéndome que el amable funcionario tan sólo me pedía el papelito equis jota. ¡Y yo qué jota sé de la equis!
– Sí, mujer, tranquila, el que te di en Bilbao
– No me acuerdo
– Busca en el bolso, todo se arreglará
– ¿Uno que me dijiste que no servía para nada? Lo tiré
Que va, yo nunca tiro nada. Estaba en aquel rincón del bolso donde meto todo lo que no sé dónde meter. El policía debió quedar satisfecho cuando se lo entregué, no porque se le notara en la cara, sino porque me dejó pasar. De ahí fuimos a la recogida de maletas, al fumeque y a otra fila donde te revisaban el equipaje. Allí se montó un follón porque un señor con pinta de campesino siberiano no había declarado alguna botella de alcohol, o sí que la había declarado pero el precio no correspondía, o cualquier estupidez similar con la que tanto disfrutan los aduaneros. Acabarían disfrutando bastante, vamos, digo yo, porque se quedaron con la botella en cuestión. Parecía de orujo. Por cierto que lo que mascullaban los funcionarios aquellos no era inglés sino francés. Menos mal, así no me tocará hablar tanto a mí, que el padre del hombre pasó la postguerra en Toulouse y algo se le ha pegado.
A nosotros las maletas ni nos las abrieron. Debe de ser porque tenemos un evidente aspecto europeo. En Hendaya no diría yo lo mismo, pero esto es África. Salimos por fin al aire libre. Es de noche y huele muy bien.
– ¡Preciosa!
– ¿Qué?
– ¿Ves como se ha arreglado todo?
– Pfff
– Anda, dame un besito
– No te pases. ¿Qué hacemos ahora?
A veces se pone pesado. No importa. El aire es dulce.
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