DESDE OTX 26
Salimos temprano, de mañanita, para comenzar nuestro periplo turístico. Según el panfleto del viaje, el primer día tocaba Cartago. No vean ustedes la ilusión que hace levantarte de la cama pensando (siempre que el hambre te deje pensar) que lo primero que harás será visitar Cartago.
– Ya hemos llegado
– ¿Qué? ¿Ya?
– Sí, mujer, ¿no has oído al guía?
– Pues no, estaba mirando por la ventana…
– ¿Y no puedes mirar y escuchar al mismo tiempo?
– Oye, que estaba muy concentrada
– ¡Menuda ingeniera estás hecha!
¡Qué contentito está el hombre! ¡Lanzándome pullas y todo! Se ve que ha pasado una buena noche. Ni me molesto ni pico el anzuelo. Estos momentos de serenidad son para disfrutarlos con calma.
– ¡Venga!
– ¿Qué quieres?
– Baja ya del autobús, mujer
– Ah, sí, vale
Me encuentro en un estado peculiar. En mi interior lo siento todo blando y plácido, mientras que el exterior se acopla misteriosamente (será por lo del Túnez Misterioso) a mi estado de ánimo. Mis sentidos se encuentran como interiorizados, casi no me llegan ruidos de fuera. Sigo a los compañeros, al hombre y al guía, ciertamente ruidosos, sin que sus alharacas me afecten lo más mínimo. Si esto es África, yo soy africana.
Y si esto es Cartago, yo soy romana. Quiero decir que Cartago no se ve por ninguna parte. No existe. A los simpáticos de los romanos, cuando ganaron por fin la guerra a los cartagineses, no se les ocurrió otra idea que vengarse. ¿Sistema? Algo muy apreciado en la antigüedad: arrasar todo y cubrirlo con sal para que no volviera a crecer ni una maldita amapola. ¿Y para esto hemos venido aquí? ¿Para ver que no se ve nada?
Algo sí que se ve. Una charca de mediano tamaño llena de agua estancada, una especie de isla levemente redonda, hierbas, matojos y cantidad de piedras desperdigadas. ¿Cartago? No, el puerto de Cartago, una conocidísima obra ingenieril, de gran originalidad y perspicacia, mediante la cual primero los cartagineses y después los romanos se aseguraron el dominio marítimo de esta parte del Mediterráneo. Menuda decepción. Todo lo que queda de Cartago es este cachito de puerto, sucio y desangelado. Salgo abruptamente de mi éxtasis particular.
– ¡Impresionante!
– ¡Qué maravilla!
– Parece mentira lo que sabían hacer hace tantos años…
– ¿Verdad que sí?
– ¿Hace cuántos años fue?
– No lo sé, pregúntale al guía
– Sácame una foto
– Sí, sí, fotos, fotos…
Se me han destapado los oídos en el peor momento. Los coleguis turistas se encuentran en trance turístico terminal. Es decir, inicial, que esto no ha hecho más que empezar. Se lían a hacer fotos, a sí mismos, a los demás, a las hierbas, a las piedras, al autobús, al guía… y hasta a mí misma, debe de ser porque me ven cara de pava y piensan que es por la emoción. De eso nada, es que acabo de recuperar la audición y el habla de golpe, y eso conmociona. Algunos están hablando por teléfono, supongo que comunicando en directo las primeras impresiones del viaje, o quizás preguntando si la niña ha desayunado bien toda su papillita. ¡Qué gente!
Pero me había prometido a mí misma no dejarme amargar por nada, o sea que hago unas cuantas respiraciones profundas, me calzo una sonrisa de Telva y a vivir, que son dos días.
– ¿A dónde vamos ahora?
– ¿Te ha gustado el puerto de Cartago?
– Vaya… Bueno, sí, sí que me ha gustado
– Impresionante, verdad? Ahora vamos a unas termas
Las termas sí que eran bonitas: piedras grandes, piedras pequeñas, columnas caídas, mar al fondo… todo muy romántico. Y no lo digo por decir, ni por pensamiento positivo, ni por nada, sino porque era bonito de verdad. Demostración: me puse a hacer fotos yo misma.
– Pásame la máquina, hombre, que me gusta esa piedra
(no seré muy buena haciendo fotos, pero a mí me gusto)
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