Desde Otx con amor (28)


Acabemos de una vez con el apasionante relato de mi semana de vacaciones en Túnez. Después del rápido repaso a las emociones turísticas, tocan las personales. Es decir, hablemos de las personas. De mí no, que ya estoy muy vista. De los otros, de esas gentes que se apuntan absurdamente a un viaje organizado con el ánimo dispuesto a compartir experiencias con perfectos desconocidos. De esos que, al acabar el periplo, suspiran de alivio como diciendo, buf, menos mal que esto ha acabado, vaya panda de cretinos que nos han tocado en suerte. De esos que, al llegar a su casa, comentan con la suegra… pues había una gente muy maja, ¿te acuerdas, Loli, de los riojanos? De esos que, recordando el viaje, no se acuerdan de una maldita cara y tienen que acudir a las fotos para rememorar lo feos que eran aquellos catalanes y lo borde de la tía aquella, la vasca, mira, mira qué careto. Alto, alto, que ésa soy yo.

Pues ala, para vengarme un poquillo del personal, voy a disecarlos un tanto. En primer lugar mencionaré a los más sosines, un par de parejas con hija en estado de merecer. Las niñas rivalizaban por ver quién de ellas conseguía que se le cayera más la baba a su respectivo progenitor. O al progenitor de la otra. Porque los hombres, empezando por El Hombre, que es el que yo me llevé para que me lo pagara todo, están permanentemente salidos. Y esto no es una elucubración, ni una salida de tono, ni una incorrección política, sino una comprobación científica. Y a un hombre salido (es decir, a todos), les atrae la hija del vecino, la mujer del vecino, la novia del vecino, la vecina, la amiga de la vecina, la panadera, la limpiadora y hasta la suegra. Qué le vamos a hacer. Apartarnos un poco por si los pellizcos alegres e inmoderados en la jaimas nocturnas. Jaimas son tiendas grandes. Nocturnas son fiestas de noche en las que te sirven cuscús, que es una cosa muy rica frente a la cual el producto nacional (la gente, digo), afirma que no hay nada como la tortilla de patatas. Con este ganado hay que bregar.

Estos dos padres consiguieron ligar conmigo (es lo que contarán ellos, como si lo viera) en dos momentos de desmadre cualesquiera. Uno de ellos me contó que era gerente de una empresa de grifería, lo que le obligaba a hacer numerosos viajes a Alemania, por la cosa de las ferias y los congresos. Muy interesante. Así se lo dije. El otro me atacó súbitamente con el cuento de que era un experto mecánico y de que iba a montar un taller especializado en todo tipo de coches. Eso dijo. Yo seguí indagando y acabé por enterarme que se había juntado con un socio bastante ladrón que había conseguido (sustraído) los programas informáticos, secretos y millonariamente carísimos, de mantenimiento de cantidad de marcas de coches. Porque los coches hoy en día se arreglan por ordenador. Y, o tienes el programa, o no arreglas un carajo. Con este aprendí algo, por lo menos. Menos mal que lo aprendí el último día, esperando al avión, porque si no habría acabado sabiendo demasiado. Qué plasta.

Y vale de sosines. Por otro lado había una pareja mixta y rara. Me explico. Él era francés, con un conocimiento absurdo del castellano. Absurdo porque a veces lo entendía todo y a veces no entendía nada. Barrunto que era un listillo. Ella era una maestra andaluza. Estaban ligados a distancia, porque cada uno vivía en su lejana ciudad. ¿Cómo lo hacían? No lo sé. Imaginármelos haciéndolo supera mi capacidad de imaginación. El hombre era bajito y gordote, maniático, llorón, y la mujer era más bajita todavía, escuchimizada, bizca, loca de atar y con un acento ni andaluz ni francés sino todo lo contrario. Se enfadaron mucho al final porque no habían salido en no sé qué foto de no sé qué playa. Un día nos tocó cenar con ellos y casi me da un pampurrio cuando comprobé que comían con los meñiques extendidos todo el rato, como si estuvieran tomando champagne en el Elíseo, y, lo peor, que esperaban que todo el mundo hiciera lo mismo para catalogarlos como seres humanos de su nivel. Me lo pasé muy mal hasta que decidí pasar de todo, recoger el dedo acalambrado y chupar las hojas de las alcachofas con mucho regodeo. No me volvieron a hablar. Estupendo.

Había otra pareja más extraña todavía. Ella de Madrid y ella de Madrid. La una decía que era médico pero nada más verle la cara te daban ganas de vomitar. Que sí, que sí, que tenía una cara de vinagre brutal. Todo lo que sucedía le parecía espantosamente horrible, especialmente preparado para hacerle a ella la puñeta. La comida, el autobús, el tiempo, el guía, los hoteles, los paisanos, los perros, los carros… Todo era maligno o de ínfima categoría. Con su pan se lo coma. Escucharla era un suplicio. Su amiga, o la que le acompañaba, le decía a todo que sí, era una gordita bonachona que disfrutaba mucho. ¿Se lo pueden ustedes creer? Mira que hay gente rara en el mundo. Estas dos acabaron también enfadadas, pero mucho más enfadadas que los frandaluces, por el peregrino motivo de que no habíamos consensuado con ellas la magnitud del estipendio propinero a entregar al guía, que era un solete, por cierto. Yo, ignorante de tal cabreo, me fui a despedir dicharacheramente de ellas en el último desayuno. Me miraron tan tontamente mal que me dio la risa floja. Me insultaron gravemente. Todavía disfruto cuando recuerdo aquello ¡Puta, puta! Vaya risas. Yo también les dije cosas.

Los más cañeros de todos eran unos riojanos hechos-a-sí-mismos. Tenían un chaletón en el campo, una empresa de albañilería y una incultura tan rampante que daba grima. Pero lo peor es que eran muy pesados, pero que muy muy pesados. El hombre comentaba detalles prácticos de todas las construcciones que veíamos. Y no se pueden imaginar ustedes las construcciones que veíamos. Resumiendo: casas pochas. Pues el tipo nos daba la vara con sus teorías para mejorar notablemente el nivel de vida de aquella gente. Sí, hombre, si la acometida de aguas la hicieran así, y el entablillado etrusco asá, no se perdería tanta energía y el campo sería mucho más verde. Con personas como ésta el mundo quedaba niquelado en dos días. No sé por qué no se ha enterado nadie de que en la Rioja, población equis, sobrevive un menda capaz de arreglarlo todo con un destornillador y una manguera. La que sí se ha debido de enterar es su mujer, otra que tal baila, muchísimo más pesada que su marido, pero muchísimo más, sin comparación. Tan pesada que me niego a comentarles a ustedes su rutina diaria (desde el despertar hasta el encamar) y las maravillas de su genio de hija. Punto en boca.

Y acabo con los catalanes para dejar buen sabor de idem. Estos eran dos matrimonios de los de bigote y gafas que se comportaban como catalanes de revista. Ni tan mal. Tenían gracia, se lo tomaban todo a chufla, y cuando razonaban lo hacían como personas normales, sujeto, verbo, predicado y sentido común. Yo sé que uno de ellos se enamoró de mí pero, como era listo, se conformó con tirarme los tejos a distancia. A mucho distancia porque un día estuvo a muy poquito de recibir algo más que palabras del Hombre, que es muy celoso, no sé si ya lo he comentado. Pero como yo no soy nada celosa, me da igual. Y conste que no me lié con el catalán porque lo hubiera asustado (al catalán). Además su mujer era majísima. En fin… pero esto ya entra dentro de la intimidad privada, que diría aquél (el riojano, probablemente)… me escribo a escondidas con el catalán, por el Internet este, y nos mandamos fotos. La última se la he enviado en bikini. Quiero decir que yo estaba en bikini cuando le envié la foto. Soy tan mala que se lo detallé y todo. ¿El Hombre? No se entera. Además, no vive conmigo. Bastante tiene con sus taxis y sus mafias de medio pelo. Después del viaje lo tengo como la seda. No hay más que darle un poco de zanahoria al burrito de cuando en vez…

Jopé, qué largo me ha salido esto. Bueno, mejor, que ahora que empiezan mis vacaciones y las de ustedes, dejaré de torturarles durante una temporadita. Ustedes lo disfruten y hasta la vista.

Alberto Arzua

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