EL HOMBRE QUE AMABA Y ERA AMADO
El se llama Pedro y tiene 58 años. Es un hombre en cuyo
rostro se ve nítidamente que el cáncer está avanzado en su
cuerpo. Me dice que él ya creía y sigue creyendo, pero no
tanto como antes. Se le ve con una sonrisa a medias, pero expresando
al mismo tiempo que ya no puede más. En este encuentro
inicial me ofrezco a hablar con él cuando lo desee y
sobre lo que crea oportuno hacerlo. A su lado, su mujer, Antonia,
un caudal de amor entregado, humilde pero muy cercana,
entrañable.
Carmen, mi compañera, me dice una mañana que Pedro
desea hablar conmigo. Aprovecho que subo por la tarde de
ese mismo día con un amigo, en su coche, para encontrarme
con Pedro y su mujer. En un primer momento, a mi pregunta
de cómo se encuentra, me responde que bien, pero esta expresión
queda pronto ocultada por otra más sincera en la que
me dice que el día de hoy no lo ha vivido bien y que desea
hablar conmigo. Antonia plantea si se va o se queda, mi respuesta
es que me da lo mismo, aunque en el fondo deseo que
se quede, pues creo que es importante que estén los dos; pero
es bueno saber qué opina Pedro de ello. Rápidamente expresa
que su deseo es que se quede.
Pedro me invita a sentarme en una silla a su lado. En seguida
va expresando que no es justo, que por qué Dios no le
escucha cuando él siempre se ha portado bien y ha ido a misa
todos los domingos con su compañera inseparable.
Yo le dejo hablar y escucho con un enorme deseo de no
perder ninguna de las palabras que va expresando. ¡Es tan
profundamente humano todo esto!
Las lágrimas surgen tímidamente al principio, y con más
fuerza después, de los ojos de marido y mujer. Ambos saben
que la realidad se va imponiendo cada vez con más nitidez y
experimentan la impotencia. Pedro sigue creyendo en la posibilidad de un milagro;
sería el clavo ardiente al que agarrarse.
Dice que reza poco, las oraciones de siempre –Padre
Nuestro, Ave María,…– Yo le digo que todo lo que expresa,
sus deseos de vivir y de gozar de la vida con Antonia, sus enfados
con Dios y sus preguntas sin respuesta de “¿por qué?”
son expresadas desde su propia fe y que son por tanto, profunda
oración.
Creo llegado el momento de despedirme de este matrimonio
y me voy cogido también por un sentimiento de impotencia,
pero al mismo tiempo –eso lo vivo con fuerza–,
por eso doy gracias a Dios; siento que esto es mantener viva
la memoria del Cristo entregado y el futuro esperanzado de
la vida sin final.
Nos iremos viendo en futuras ocasiones. Las citas serán
casi diarias. Es claro que entre nosotros ha surgido una cercanía,
un importarnos el uno al otro y vamos haciendo el camino
juntos.
Nos hemos ido viendo día tras día. Siempre saludándonos
con un fuerte apretón de manos. Pocas palabras, ¡no hacen
falta!
Un día vienen a llamarme a la sacristía Antonia y su hijo.
Se aproxima el final del caminar de Pedro a nuestro lado. Antonia
me dice que desean que Pedro reciba el sacramento de
la Unción. ¡Es curioso! Nos hemos ido viendo durante unos
cuantos días, pero en ningún momento me han expresado
este deseo. Ahora que ya va perdiendo el sentido, quiere que
Pedro lo reciba. El momento tiene mucha fuerza. Así pues,
celebramos el sacramento con Pedro postrado, Antonia, el
hijo de ambos y un hermano de Antonia. Todo se ha consumado
y Pedro será pronto abrazado.
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