La cabina que más se usa de Bilbao

En principio, es una cabina normal. O, mejor dicho, una de esas estructuras abiertas con teléfonos a las que seguimos llamando ‘cabinas’ por costumbre o por falta de una palabra mejor. Tiene cinco carteles repartidos por las distintas caras de su superficie: uno de un concierto de Anita y los Peleles, otro en demanda de unas pensiones dignas, dos de Gure Esku Dago y un anuncio chiquitito y corrido por la lluvia de la presentación del poemario ‘De antaño y hogaño’. Y también luce la inevitable pintada, en color azul, que proclama al mundo que Melanie y Pilar son «las mejores».

Pero la cabina de la plaza Kepa Enbeita de Otxarkoaga tiene también algo extraordinario: ¡está ocupada! Según Telefónica, se trata de la que más se utiliza de toda la red bilbaína. La empresa no brinda cifras sobre los distintos teléfonos públicos, pero a nadie se le escapa que eso de ser ‘la más usada’ tampoco debe de significar mucho. Un reciente borrador de decreto del Ministerio de Energía exime a Telefónica de mantener este servicio, relegado por los móviles al limbo de lo obsoleto e incluso de lo invisible, ya que a menudo pasamos junto a las cabinas sin reparar siquiera en su existencia. Así que el reportero se presenta en Otxarkoaga a las 11.30 de la mañana, con la amena perspectiva de contemplar durante hora y media un par de teléfonos vacíos, y se queda boquiabierto al toparse con Begoña Cortés en animada conversación.

«Ay, que no las quiten, por favor, que todavía las usamos», suplica esta vecina del barrio, que ha llamado a su nuera, residente en Carranza. Lo más curioso del asunto es que su hijo Eduardo, que la acompaña, también se declara partidario de la cabina. ¿No es raro en un chaval de 19 años? «Tengo móvil, pero a veces me lo dejo, o se lo llevan el hermano o la novia… Ahora mismo se me ha jodido. Yo necesito mi cabina: siempre llevo encima mi libretita con teléfonos», asegura.

Pasan cinco minutos y, cosa increíble, aparece otro usuario, que hace una llamada de menos de un minuto. Es Miguel Ángel Aldana y está feliz de que le pregunten por este asunto: «Venía mosqueado, porque hace un rato he llamado a mi novia desde una cabina de Bilbao y se me ha tragado las monedas. ¡Si es que están todas atrancadas! Dices que esta es la más usada y me lo creo, porque es la que siempre funciona». Miguel Ángel ha hecho su segunda llamada del día para citarse con un amigo por la tarde: «No suelo llevar encima el móvil. Soy de los de antes, tengo 50 años y no me gusta andar con peso en el bolsillo. El que me quiera llamar ya sabe a qué hora me localiza en casa». ¿Aún se sabe los números de memoria? «Unos quince o dieciséis». Tampoco ha olvidado aquella vez que la Ertzaintza le pilló arreándole golpes a una cabina que no le había devuelto el dinero, delante de la plaza de toros.

Mitin desde el techo
Con él, parece terminar la hora punta. En los siguientes ochenta y tantos minutos, nadie se acerca a la cabina, si exceptuamos a una chica que está a punto de chocarse con ella por consultar el móvil. ¡Con lo que ha sido este teléfono! Hay una foto clásica de la Transición, de la huelga general de 1976, en la que un activista pronuncia un mitin subido al techo de la cabina-cabina que había aquí mismo, la ‘abuela’ de la actual. Entonces era el centro de la acción.

«Sí que la sigue usando gente, a mí me piden cambios», comenta Karlos, el quiosquero. Él y dos vecinos están enredados en una de esas charlas que tanta vida dan a los barrios, en parte compraventa y en parte tertulia, y el tema se desvía hacia las cabinas. En el diálogo van saliendo desde el famoso mediometraje de Antonio Mercero hasta los posibles usos de estos teléfonos para delinquir, pero lo que domina es la memoria sentimental. «Yo he viajado por ahí de comercial y tenía que parar, por ejemplo, en Segovia, para llamar a la empresa. Decías: ‘Te llamo dentro de una hora’», relata Roberto Arreta. Y Jesús Aguilera explica aquella trampa de rodear un duro con hilo de cobre para que colase como una moneda de veinticinco pesetas. «Cuando yo hacía la mili en Mungia -evoca el quiosquero-, había una cabina estropeada. Metías una moneda de cien pesetas y otra de cinco, te devolvía la de cien y te daba ciento cinco de crédito. Nadie protestaba, claro, y algún mando ya me pidió que le hiciese el truco».

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